2010/11/01

Misteriosos inicios: rotulando tumbas en el cementerio


Hace muchos años, cuando yo tenía 13, mi tía nos pidió a mi hermano mayor y a mí que fuésemos a limpiar la lápida de la tumba familiar. Nos dio un bote de pintura Titanlux negra y un par de pinceles chungos para repintar los nombres de los difuntos. Subimos al cementerio por el camino junto al cuartel de la Guardia Civil. Bajo un cielo plomizo, caminábamos disimulando el miedo, las hojas secas crugían bajo nuestros pies.


En el camposanto no quedaba casi nadie. Sobre las tumbas, coronas de flores depositadas por señoras, esperaban su momento de gloria del día siguiente, el día de todos los muertos.

- Joder, qué sucia está la lápida. Y se está haciendo de noche.

Mi hermano empezó a pintar, pero la pintura chorreaba. Aquello era una guarrada.


Me envió corriendo al estanco del pueblo para comprar unos rotuladores nuevos que pintaban sobre plástico y, según decían, sobre cualquier superficie. Sí, ésos con los que ahora escribimos en los CDs, sólo que entonces todavía no se habían inventado los CDs. Necesitaba dos, uno para cada, de lo contrario, no acabaríamos antes de que cerrasen el cementerio por la noche.

- Son 450 pesetas.

Yo sólo tenía las 300 que me había dado mi hermano. ¿Qué hacer? Sonó el teléfono del estanco y la chica que me atendía, la única persona en la tienda aparte de mí, desapareció tras una puerta. Estuve tentado de coger los dos rotuladores que me miraban a los ojos y salir pitando, pero mi estricta educación me lo impidió. Compré uno y subí al cementerio. Otra vez los ladridos de los perros pastor-alemán del cuartel de la Guardia Civil se dejaron oír, cansados, a mi paso.

Cuando llegué, mi hermano me echó una gran bronca. Estaba nervioso. Anochecía, y sólo teníamos un rotu. ¿Qué otra cosa podía haber hecho yo? Para colmo, una vieja profesora de solfeo del pueblo que paseaba entre las tumbas, nos reconoció y se puso a darnos la tabarra. Mi hermano, ex-alumno suyo, le siguió el rollo por cortesía, a pesar de que la odiaba. A regañadientes, no tuvo más remedio que dejarme el super-rotulador. Así que tuve que acabar yo mismo el rotulado de las muescas que formaban los nombres de mis abuelos y las fechas de sus nacimientos y defunciones. Había polvo y tierra en las letras talladas en el frío y húmedo mármol. Yo tenía un poco de miedo. Miedo a que se estropeara la punta del rotulador, miedo a la oscuridad, miedo a salirme de la raya, miedo a otra bronca de mi hermano y miedo al cementerio. Aunque sabía que no pasaba nada, y me hacía el valiente, claro, 13 años de edad. La vieja se piró al fin y mi hermano vino a supervisar mi labor. Estaba muy bien, y me dejó seguir. El rotu se iba muriendo, pero casi no quedaban letras. Acabamos a cañón y bajamos echando hostias del cementerio.

Gracias a la pesada maestra de música, fui un poco más dibujante a partir de entonces. Y desde entonces prefiero los rotuladores a los pinceles.